ANA DE CASTRO: LA BELLA TOLEDANA

Historia de la última judía que ardió bajo las irregularidades del Tribunal de la Inquisición de Lima.


Su nombre era María Francisca Ana de Castro, pero debido a su gran belleza, su galantería en el vestir y el haber venido al mundo en Toledo, hacia 1686, era más conocida como «La Bella Toledana». Por aquel entonces, en el Reino de España se extingía la Casa de los Habsburgo, aunque Carlos II conseguía mantener el Imperio Español ante la codicia del rey francés Luis XIV, aumentando la calidad de vida en todo el inmensísimo territorio. Así que La Bella Toledana y su  marido decidieron cruzar el charco y asentarse en Lima, capital del Virreynato de Perú, entonces floreciente epicentro comercial en las Américas que finiquitarán las reformas derivadas del paso de la Casa de los Habsburgo a la Casa de los Borbones.

 A Ana de Castro y a su marido, Diego de Avila, la vida limeña no les trataba mal; prueba de ello es que La Bella Toledana asistía a misa en la iglesia de los dominicos en la  Plaza de la Recoleta -hoy Plaza de Francia-  sin bajar de su carruaje. Este signo de arrogancia,  por el cual una simple plebeya adoptaba maneras de noble y autosegregación del resto del pueblo, parece ser que se debía a que ella andaba engolfada en tratos carnales -y adulterinos-  con el virrey del Perú, Féliz de Sentmenat -Oms de Santa Pau y de Oms, hijo del capitán general de Mallorca, que la favorecía en todo aun con el beneplácito de su segundo marido, un francés llamado Luis de Montoran. Así reza en Triunfos del Santo Oficio peruano (1737), libro fundamentado en  documentos anteriores a la quema y saqueo de los archivos de la Biblioteca Nacional del Perú durante la ocupación chilena en 1881 y el incendio de la misma en 1943.

La Bella Toledana -a quien el populacho también apodó Madama de Castro- no sólo cometía adulterio con el virrey, sino que tenía toda una corte de amantes y pretendientes que ella, en el furor de su promiscuidad, quitaba y ponía de su lecho a su antojo. Uno de esos hombres, al verse sustituido por otro, decidió pasar a la acción. Para ello, se dedicó a seducir a una doncella de la Bella y, cuando lo consiguió, colocó debajo del colchón un crucifijo. Seguidamente, la denunció ante el Tribunal de la Inquisición por golpear con los movimientos lúbricos de  su pelvis la imagen de Cristo. Inmediatamente se envió una comisión de investigación en la casa y Ana de Castro fue detenida por judaizante.

La bella toledana, cuya enorme fortuna fue ipso facto confiscada,  pasó ni más ni menos que diez años encarcelada en los siniestros calabozos inquisitoriales; y no sólo eso, sino que a pesar de que la mujer , de per se, estaba exenta de ser sometida a tortura, durante esa década de presidio fue ilegalmente torturada en tres ocasiones y fue inquerida en 22 audiencias.

En su testimonio admitió observar el Shabat porque, según ella, y para pasmo de los domincos que la estaban juzgando, eso no era incompatible con el catolicismo:  así lo había aprendido cuando niña, allá en Toledo; y también reconoció que sus hermanas fueron quemadas vivas en autos de fe en Sevilla por impenitentes recalcitrantes.

Desde España -por supuesto no desde los mandamases de la Inquisición, sino desde instancias reales- llegaron ordenes solicitando que se la perdonara; pero las irregularidades del proceso inquisitorial, sujeto a la voluntad papal, continuaron su deriva. Todo el asunto parece ser, dicen los muchos investigadores de este caso,  se debía a que el entonces temible inquisidor general de Lima era objeto de críticas por la idiosincrasia de su presidencia; estaba acusado -no del todo formalmente-  de tener aleccionadas a un grupo de monjas en las herejías del  luteranismo y el calvinismo.

En 1736,  hicieron desfilar a Dña. Ana por las calles de Lima, a lomos de  una vulgar  mula y visitiendo no las lujosas galas que vestía en sus carruajes para cruzar Lima de punta a punta ; ahora llevaba puesto el ignominioso sambenito que la humillaba ante la sociedad. El escándalo y el morbo eran equidistantes entre los nobles y los villanos;  algunos de los que la vieron pasar bajo los célebres  balcones  limeños dicen que vieron en ella claros signos de arrepentimiento, lo cual debería haber detenido  de inmediato  el proceso; pero los inquisidores, enardecidos en su enfermiza demostración de poder demagógico, hicieron caso omiso a estas manifestaciones de arrepentimiento y prefirieron  continuar con el siniestro espectáculo dominico,  sometiéndola a un sermón ; luego,  la entregaron al brazo secular y, por último, sin que nadie pudiera impedirlo, la quemaron en la hoguera ante una multitud de uno 10.000 espectadores que la abucheaban con insultos que la educación no permite  repetir.

La acompañaron en el auto de fe  otros presos, todos ellos herejes por una u otra causa,  pero estos  condenados, a diferencia de ella, fueron sometidos a  penas menores, que no incluían el asesinato en la hoguera.  Las cenizas dela Bella Toledana, que no podía ser enterrada por  hereje,  fueron arrojadas al río Rímac, para que quedara claro que era considerada inmundicia.

El fiscal Mateo de Amusquíbar acusó a Cristóval Sánchez Calderón, inquisidor de 1730 a 1748, de ejecutarla por el mero hecho de dar un espectáculo y como demostración del poder de la Inquisición. A esto podría agregarse el motivo de la confiscación de la muy notable hacienda de la condenada. Amusquíbar acusó a Sánchez Calderón de corrupción por malversación de  fondos y por haber estado  beneficiándose personalmente de las multas impuestas.. Sánchez Calderón fue arrestado y expulsado de Lima, pero se le permitió regresar en 1747.

El caso de Ana de Castro, que también fue víctima de los mentideros limeños, se convirtió en algo  tan sumamente escandaloso, tan vergonzosamente inquietante,  que la Inquisición -señalada no sólo en América sino también en España-  prohibió incluso hablar del caso, so pena de excomunión.

Ana de Castro fue la última mujer judía que ardió en Lima.

Bibliografía:

DE PALMA, Ricardo: Anales de la Inquisición de Lima, ed. Minerva, Lima, 1997.