PARASHAT HA ´SHAVÚA: «BE´HAR»

Parashá: Be´Har, En el monte, בְּהַר, Levitico 25:1–26:2. Haftará sfaradit: Jeremías, 32. Darshán: Adi Cangado.


La tierra no nos pertenece

“Y la tierra no puede venderse a perpetuidad, porque es Mía, y vosotros extranjeros y habitantes conmigo.” (Lev. 25:23)

 

Hace poco más de diez años, el día 8 de abril del año 2009, me levanté antes de la salida del sol, cogí el libro de oraciones y me fui al paseo marítimo de la ciudad. Allí, sentado en un banco, me puse la kipá y esperé a que amaneciese para recitar la birkat ha’jamá, la “bendición del sol”. Cada veintiocho años el sol, de acuerdo a nuestra tradición, regresa a su lugar original, a su punto de partida. La última vez había sido en 1981, un año antes que naciese. Quería pronunciar aquella bendición, con las oraciones que la acompañan, con perfecta concentración. Pensaba, “¿y si dentro de veintiocho años, en el 2037, no pudiese o no estuviese?”. En la Parashat Behar Moisés da instrucción a los israelitas para guardar un Shabat de años en lugar de días, sh’mitá o “año sabático”, el séptimo año en la semana de los años, un año de descanso para la tierra; y guardar también el yovel o “jubileo”, después de siete semanas de años, siete veces siete, después de cuarenta y nueve años, el quincuagésimo año, en el que cada ser humano vuelva a su punto de partida, a su lugar original, a su heredad y a su familia. Muchos habrían cumplido el primero de los preceptos pero, ¿y el segundo? Acontecía un año cada cincuenta años. El israelita podía celebrar quizás un yovel, o con mucha fortuna tal vez dos; en el primero habría sido un bebé, y en el segundo la edad le impediría, tal vez, comprender plenamente qué estaba pasando.

 

Hace ya muchos siglos que el año sabático y el jubileo cayeron en desuso, pero encierran una sencilla pero valiosísima lección de sabiduría: que las horas del hombre son breves en comparación con las horas de la tierra. El ser humano descansará el séptimo día, pero la tierra lo hará el séptimo año, como si para ella un año humano fuese equivalente a un día de nuestra vida. La ciencia nos enseña que la tierra es muy joven pero también antigua, y más aún lo es el universo. ¿Qué es la vida de un hombre o una mujer sino un instante minúsculo? El puntito imperceptible de un guisante que gira alrededor de su estrella en la inmensidad más abrumadora. En el Talmud de Jerusalem (Tratado Berajot), el Rabí Azariá dice en nombre de Rabí Simeón ben Laqish:

 

יוֹם נִכְנָס וְיוֹם יוֹצֵא,
שַׁבָּת נִכְנָס, שַׁבָּת יוֹצֵא,
חֹדֶשׁ נִכְנָס, חֹדֶשׁ יוֹצֵא,
שָׁנָה נִכְנֶסֶת, שָׁנָה יוֹצְאָה.

“Un día llega y un día se va,

un Shabat llega, un Shabat se va,

un mes llega, un mes se va,

un año llega, un año se va.”

 

La vida humana brota. Al igual que la espiga del campo, enverdece y busca el sol, y la brisa cálida y seca del oriente la tuesta; un día empieza a marchitarse y finalmente perece y regresa al suelo que la vio nacer. El ser humano un día llega y un día se va; solamente la tierra permanece, dura más que sus extranjeros y que sus habitantes. Tanto al observar el yovel en la antigüedad de la tierra de Israel como aquella fría mañana de abril del año 2009 en el puerto de A Coruña, las cosas que nos suceden con poca asiduidad a lo largo de los años nos hacen comprender, o deberían, nuestra brevedad y con humildad agradecer los milagros, las maravillosas bondades, víspera, mañana y mediodía.

 

Es natural, e incluso requisito indispensable para su supervivencia, que el ser humano trabaje bajo hipótesis de permanencia, de perpetuidad. Bajo hipótesis de permanencia podemos ser previsores respecto a la ancianidad, ahorrar dinero para jubilarnos, para pagar los estudios de los hijos, incluso para dejarles una heredad, un futuro. La hipótesis de permanencia, que inconscientemente nos empuja, nos hace buscar y progresar. Pero de repente, de vez en cuando, el universo nos recuerda, bien a través de los demás, o de la naturaleza, o mediante ataques de lucidez, que no estaremos aquí siempre; que somos como huéspedes, que moriremos. Esos instantes revelan nuestra fragilidad: nuestra temporalidad. Y tanto dicha temporalidad como aquella permanencia iluminan dos formas diferentes de entender la religión: la egoísta y la altruista.

 

¿Cómo es la religión egoísta? Aterrado por la brevedad de su vida y la certeza de la muerte, el ser humano o la tribu entera se embarcan en conquistar la salvación, bajo amenaza constante de retribución y castigo; rezan y estudian porque así está ordenado, pero sobre todo por complacencia hacia uno mismo o mérito para la tribu. Guiados por la hipótesis de permanencia que gobierna el cuerpo y la mente, producen y acumulan posesiones y títulos, señores de la tierra -se dicen a sí mismos-, dominando a las especies y a las estaciones. Ocurrió una vez que un santo falleció y subió al cielo. Al llegar allí llamó a la puerta. Antes de entrar le preguntaron, “¿quién eres tú y quién viene contigo?”. El santo no podía entenderlo. “Llego solo”, dijo. A lo largo de su vida había rezado mucho, y estudiado los libros sagrados, y cumplido muchos preceptos. En el cielo le contestaron: “Los individuos no entran en el cielo”.

 

Existe otra religiosidad que no es egoísta, sino altruista. Aquí el ser humano no pretender salvarse, sino que tiene fe, es decir, emuná. En hebreo las palabras emuná [אמונה] y omán “artista” [אמן] comparten origen etimológico. ¿Por qué? Porque el artista expresa la forma, imprime la mente y el corazón sobre la piedra, o sobre el papel: crea. La fe del altruista es similar a la labor del artista. Primero se sumerge en la oración para reflexionar y para dar las gracias, para expresar lo maravillado que está de las bondades que acontecen a su alrededor, y para aprender a escuchar, a amar, y terminada su oración imprime aquellas palabras ancestrales o espontáneas a través de sus palabras y de sus manos, ayudando a crear un mundo mejor: en su familia, en su casa, en su comunidad, y en cualquier lugar al que va. No quiere salvarse y no teme el castigo ni busca el precio de cumplir un precepto, sino que asume las enseñanzas de sus antepasados como profundos cometidos que iluminan su manera de relacionarse con otros, de ayudar a otros, de cooperar con sus semejantes: de caminar su vida. No estudia porque así está ordenado, sino porque así puede colaborar con los demás a mejorar la esquina del universo en la que es extranjero y habitante. La religiosidad altruista se sitúa en la relación, y es la religiosidad que más honor hace a su nombre, religare, re-unir, re-conectar, empatizar, acercar, aproximar. Llegarán a las puertas del cielo, siguiendo la leyenda de aquel santo, acompañados.

 

וְהָאָרֶץ, לֹא תִמָּכֵר לִצְמִתֻת–כִּי-לִי, הָאָרֶץ, כִּי-גֵרִים וְתוֹשָׁבִים אַתֶּם, עִמָּדִי.

 

“Y la tierra no puede venderse a perpetuidad, porque es Mía, y vosotros extranjeros y habitantes conmigo.” (Lev. 25:23)

 

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Huéspedes. Huéspedes de la tierra. Pero, ¿qué clase de huéspedes? La tierra es amable y hospitalaria. Abraham aprendió de la tierra. Corrió a saludar a los viajeros (Gén. 18:1-8), al igual que ella nos saluda cada mañana. Les ofreció agua para refrescarse y lavarse, y también para calmar la sed de sus animales. La tierra nos alimenta. Abraham aprendió sus enseñanzas: les preparó un banquete. La tierra nos da cobijo. La shunamita (II Reyes 4:8-11) aprendió de ella. Habló con su marido y construyeron para el profeta Elisha una habitación en el altillo de la casa con una cama, una mesa, una silla y una lámpara. Mira los brotes en los árboles y observa cómo dan su fruto. Rav Huna aprendió de ellos, pues solía abrir la puerta de su casa cuando estaba a punto de comer y gritaba, “¡Todo el que esté hambriento que entre y coma!” (Talmud Bavlí, Tr. Ta’anit 20b). Aún en la actualidad pronunciamos esta frase la noche de Pésaj pero, ¿realmente cumplimos su más profundo significado?

 

Cuentan que Simeón ben Zoma invitó a comer a dos huéspedes. El primero dijo: “¡Mira cuánto ha hecho el dueño de la casa para mí! ¡Trajo muchísima carne! ¡Cuántos dulces! Y todo cuanto hizo, lo hizo para que me sintiese a gusto”. El segundo huésped, al que se había tratado igual que al primero, en cambio dijo: “¿Qué ha hecho el señor de la casa para mí después de todo? Me sirvió una sola vez pan. Me dio una mísera pizca de carne. ¡Para beber no más que una copa! Todo esto lo hizo para su beneficio y el de los suyos”. ¿Qué clase de huéspedes somos para la tierra? ¿El que agradece y se maravilla o el que protesta y se queja? ¿Cómo te comportarías en la casa de Simeón ben Zoma? ¿Qué dirás al salir, al partir? ¿Cómo te comportas con el planeta? ¿Luchas por conservar la tierra bella, limpia y próspera que Dios Eterno nos dio, pensando en las generaciones futuras? ¿O bien, como tú ya no verás su destrucción y deterioro, la ensucias y la contaminas? ¿Cómo será la heredad a la que regresen tus hijos durante el jubileo?

 

Extranjeros, habitantes, huéspedes. Los días llegan y se van. Las semanas llegan y se van. Los meses llegan y se van. Los años llegan y se van. El ser humano llega y se va y solamente queda ella. La tierra permanece, dura más que sus extranjeros, que sus habitantes, que sus huéspedes. “Y la tierra no puede venderse a perpetuidad, porque es Mía, y vosotros extranjeros y habitantes conmigo.” (Lev. 25:23)

 

Te alabamos, Dios Eterno, Manantial del universo. Te damos gracias por cada nuevo día: por el sol de la mañana y la estrella de la noche, por los árboles en flor y las mareas que fluyen, por las lluvias que dan la vida y la refrescante brisa, por el constante girar de nuestra tierra, las estaciones cambiantes, el ciclo de crecimiento y de decadencia, de vida y de muerte. ¡Qué hermosas son Tus obras! Todas ellas hiciste con sabiduría. Amén.

© Adi Cangado