Desde que los judíos salieron a la diáspora en el año 70 e.c. con la destrucción del segundo gran templo de Jerusalén, perdiendo su tierra así como su identidad nacional, muchos han sido los pensadores y filósofos que se han abocado a definir el judaísmo. ¿Es acaso éste una religión o quizás una conciencia colectiva que se nutre de una historia y tradiciones comunes? o más aún, ¿es una forma de vida, un modo particular de entender y relacionarse con el cosmos y la sociedad? Este debate se complica con la restauración de un estado judío autónomo en Israel y el surgimiento nuevamente del elemento nacional. La complejidad de la identidad judía está dada por la conjunción de todos estos elementos en una dinámica que singulariza a los miembros de este pueblo. La ética, entre éstos, que constituye la base de la civilización judeo-cristiana, es indudablemente de la más alta trascendencia porque define con claridad las pautas que rigen el comportamiento de los hombres con sus congéneres, con su medio y en última instancia, con el Todopoderoso.
Mantener una conducta honorable y una vida honesta y virtuosa no constituye para el judío un mérito personal digno de alabanza. Se trata de cumplir con una ley formal de carácter obligatorio, que no sólo establece normas definidas sujetas a la interpretación, sino que además, se intenta crear con ello una actitud ética en los hombres. Maimónides, sabio judío del siglo XII, afirmaba que los principios morales habían sido otorgados a los miembros de su pueblo para beneficio de toda la humanidad y que, la práctica de estos valores, no podía ser opcional.
En la Torá, las exigencias éticas son consideradas una parte esencial de las demandas que Dios planteó a los hombres y que, a pesar de su origen divino, tienen conformidad con la naturaleza humana:
«Porque este mandamiento que te ordeno hoy no es demasiado difícil para ti, ni está lejos… sino que la palabra está muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la pongas por obra«. (Deuteronomio 30: 11, 14). Es así, que se exige de cada ser humano el cumplimiento de buenas acciones hacia sus semejantes, característica indispensable para la convivencia entre los hombres.
Los principios éticos son el centro de la religión y la cultura nacional; constituyen la esencia de la enseñanza judía. A diferencia de otras religiones, el judaísmo no exige al hombre que se aparte parcial o completamente de la vida mundana para alcanzar la perfección. De hecho, se aprueba la existencia humana tal como es, pero se elaboran una serie de exigencias para que el deber ser resulte compatible con la realidad. Se exige el amor a la humanidad, la benevolencia y la humildad, y se lucha contra la impureza, el egoísmo y la irracionalidad en el hombre.
La ética judía se distingue de otros sistemas en la centralidad que se le asigna a las demandas morales. Otros pueblos del Cercano Oriente revelaron su sentido ético en composiciones marginales a su cultura, en algunos prólogos y en proverbios dispersos en su literatura. Para el judaísmo, por el contrario, la esencia de su ética se encuentra expresada en su totalidad en la Torá, que es el sustento ideológico del que se nutre el espíritu judío.
Los preceptos generales de la ética judía se basan en el principio «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Levítico 19:18). Más aún, el hombre debe suprimir sus propios deseos y brindar ayuda, aún hasta su propio enemigo (Proverbios 25:21). Rabí Akiva, gran sabio judío del siglo II, decía que este mandamiento contenía la esencia de toda la Torá, porque equipara el amor divino con el sentimiento del hombre: «El que es amado por los hombres, lo es también por Dios» (Pirké Avot 3:1 3).
De esta premisa se deriva un precepto que logró universalizarse: «No hagas a otros lo que no quieras para ti» (Hillel, Shab 31 a). La idea de abstenerse de lastimar a un semejante o abstenerse de hacer el mal es básica para evitar el odio sin fundamento que destruye la vida en sociedad: «Aborreced lo malo y amad lo bueno y restableced la justicia» (Amos 5:15). De estas ideas se derivan diversos mandatos decretados para normar la relación entre los hombres:
Está prohibido avergonzar a cualquier persona ya sea por medio de palabras o de actos, en privado o en público, porque el que humilla a otro es como si hubiera derramado sangre. En la misma escala se condena la calumnia y la difusión de rumores.
Se debe evitar el robo, la opresión y el cohecho. El que persigue la riqueza con pasión y frenesí, recurriendo a fuentes inabordables para sus medios o prohibidas por la honestidad, se impone a menudo transacciones vergonzosas para su conciencia, misma que se debilita más y más hasta ahogarse. El orgullo y la ambición son defectos que demuestran menoscabo de la justicia y la razón.
Toda persona debe ayudar a los pobres, alimentar a los hambrientos y defender a la viuda y al huérfano y mostrar así en toda circunstancia una conducta piadosa: «Cuando hubiere en medio de ti pobre alguno… no endurecerás tu corazón, ni cerrarás tu mano a tu hermano menesterosos; sino que indispensablemente le abrirás tu mano, y sin falta le prestarás lo suficiente para la necesidad que padeciere«. (Deuteronomio 15: 7-8).
Se reprueba la pereza porque el permanecer inactivo conduce al vicio: «Por medio de la ocupación, sea en el estudio, sea en los negocios del mundo, se olvida el pecado«. (Pirké Avot 11:2).
Todo ser humano debe ganar su sustento con un trabajo honesto, estable, activo y moral: «Feliz aquél que se alimenta con la obra de sus manos«. (Salmo 128).
“La envidia, la codicia y la sed de honores abrevian la vida del hombre» (Pirké Avot 4:28).
«No te vengarás ni guardarás rencor…» (Levítico 19:18). El saber otorgar el perdón es uno de los ingredientes esenciales del amor que encamina al hombre a frenar sus impulsos y a vencer pasiones que surgen como respuesta a la conducta hostil de otros individuos. Los grandes sabios rabínicos alaban a aquel que es insultado y no insulta, que escucha y no responde.
La idea bíblica de: «…ojo por ojo, diente por diente«, que en apariencia resulta contradictoria con los conceptos morales judíos, ha sido interpretada como una sanción espiritual y no física. Rabí Dostai ben Yeudah, entre otros decía que aquél, que dañara a otros sin ninguna excepción, debía pagar con su acción por medio de una compensación económica previamente establecida, más no con una agresión física. Sin embargo, la ley del talión con sus orígenes hebreos ha sido tergiversada para proyectar al pueblo y al Dios judío como esencialmente cruel y vengativo. Más aún, ha provocado una actitud prejuiciada que alimenta las corrientes antisemitas tradicionales.
La concepción del perdón y del amor hacia los semejantes es una parte integral del aparato moral judío. Por ello, en la noche de Yom Kipur (el Día del Perdón), la fecha más sagrada en el judaísmo, los fieles se ponen de pie en la sinagoga y claman: «Señor, pido perdón por todas las ofensas que pude haber cometido contra cualquiera de mis semejantes, en hechos o palabras”.