
Esta semana, comenzamos con la primer parashá del ciclo: «Bereshit» (En el principio) , comentada por Adi Cangado.
“Dos relatos de la Creación”
El Libro de Génesis ofrece dos relatos sobre la Creación del universo. El primer relato resume la Creación desde el punto de vista del Tú: la Fuerza creadora del Universo. El segundo relato corresponde al narrador y es la imagen especular del primero, su revés: el relato de la Creación según lo creado.
El primer relato que nos ocupa abarca desde el primer versículo del libro (1:1) hasta el verso 2:3 [ó 2:4a]. Este texto se estructura metafóricamente a partir de la semana de siete días, la semana bíblica, la cual no tiene correspondencia alguna con ningún evento ni fenómeno astronómico. Ninguna otra referencia al Shabat, el día de descanso, a lo largo de la Torá, y ningún otro relato de la Creación (como por ej., el Salmo 104 o Prov. 8:22-31) acuden a la metáfora de los siete días. En siete días el mundo fue creado y los siete días forman la siguiente estructura simétrica: en la base, dos columnas; en la columna derecha los tres primeros días y en la columna izquierda los tres siguientes; encima, el Shabat, el séptimo día. En cada uno de los días de la primera columna son creados los dominios, o los espacios, el Lugar, lo que contiene: en el primer día, abajo de todo, la luz; en el segundo, el cielo que separa las aguas; en el tercero, la tierra firme. En cada uno de los días de la segunda columna son creados los habitantes respectivos de cada uno de esos espacios, simétricamente, el contenido: el cuarto día, por debajo, el sol, la luna y las estrellas, cuerpos celestes que emiten luz; el quinto día, los peces y las aves, que recorren el cielo y las aguas; el sexto día, Dios crea a los demás animales y finalmente a los seres humanos, habitantes de la tierra firme y llena de vegetación.
A diferencia de la tradición escrita de Mesopotamia en donde los astros poseen naturaleza divina, aquí no se admite ningún tipo de adoración ni rasgo sobrenatural para los astros (1:16) ni tampoco para las bestias marinas (1:21). En otros lugares de la Biblia Hebrea sí encontramos tradiciones más cercanas a la literatura del Oriente Medio antiguo (como por ej., en 2 Reyes 23:5, Salm. 74:12-17, o Job 26:5-14). Mientras en los pueblos contemporáneos al israelita solamente los reyes son creados “a imagen de Dios”, en el Génesis (1:26-27) lo son todos los seres humanos, creados simultáneamente hombre y mujer (a diferencia del segundo relato, en donde la mujer surge de la tsela “costilla” o “mitad” desgajada de Adam).
Mientras en la primera versión se habla de “los cielos y la tierra” (1:1, “cuando en el principio Dios creó los cielos y la tierra”, o también 2:4a, “esa es la historia de los cielos y la tierra cuando fueron creados”), en la segunda se dice “la tierra y los cielos” (2:4b). Arranca el segundo relato. Parece como si entre los dos textos y entre las dos mitades del versículo cuarto del segundo capítulo del Génesis hubiese un espejo, y no es casualidad que en el Séfer Torá, es decir, el rollo que contiene la Torá o Pentateuco y que leemos en la sinagoga, se marca este lugar tan especial con un espacio que separa el verso 2:4a, “esa es la historia de los cielos y la tierra cuando fueron creados” y el verso 2:4b, “cuando el Eterno Dios creó la tierra y los cielos”. Parece como si la primera parte fuese la Creación contada desde arriba, de Dios a los hombres, mientras que la segunda es el relato humano, del hombre a Dios. Si leemos detenidamente la primera versión, es decir los versículos 1:1-2:4a, nos topamos con grandes cantidades de agua. Esto hace que nos situemos en Babilonia, en Mesopotamia, en donde la abundancia de agua podía ser desastrosa y terrible. En cambio el segundo relato, que destaca por la escasez de agua, nos traslada a la tierra de Israel, en donde lo que puede ser fatal es la sequía,
“porque el Eterno Dios no había enviado lluvia sobre la tierra” (2:5).
Profundizando en la imagen especular, vemos que en la primera versión Dios crea las plantas, después los animales, y finalmente al ser humano “a imagen de Dios”. Sin embargo en el segundo relato ocurre lo contrario, y el Eterno Dios crea al ser humano “del polvo de la tierra”, luego a los animales y finalmente el mundo vegetal. ¿Por qué la Torá procede de esta forma?
Cuando examinamos las historias de la Creación en las culturas del Oriente Medio antiguo, por lo general concluyen con la construcción de un templo para el dios o los dioses. No puede decirse lo mismo del Génesis, donde el universo entero reside en Dios. Los caminos se bifurcan y surgen dos relatos, o mejor, una conversación entre Dios y los hombres: un intercambio de pareceres. La primera parte es un relato cerrado, completo, perfectamente estructurado, preciso, sin excesiva descripción. Parecería que pretende ser científico. El número siete se repite con insistencia, y de acuerdo a la filosofía del Oriente Medio antiguo este número simbolizaba la perfección, lo Completo: siete días de la Creación, y en siete ocasiones se dice, “y vio Dios que era bueno / muy bueno”, una vez en el primer día, el cuarto y el quinto, y hasta dos veces los días tercero y sexto. La palabra Elohim “Dios” aparece treinta y cinco veces (es decir, cinco veces siete), y la parte final o colofón del relato (2:1-3) está dedicada al Shabat, que es el día de descanso o shebá precisamente porque es el séptimo, de shebá “siete”, y curiosamente esta sección contiene treinta y cinco palabras (cinco veces siete).
¿Por qué conserva la Torá dos versiones especulares sobre la Creación del universo? Tal vez para enseñar a los hombres a respetarse entre sí. Existen ámbitos del conocimiento a los que no se nos ha permitido acceder, pero podemos especular o plantear teorías consistentes y tratar de demostrarlas o aplicarlas. Pero no toda formulación religiosa ni filosófica sirve a todos los seres humanos, por eso debemos comprendernos y respetarnos. Por otra parte, siempre ha existido sobre los orígenes del Universo conflicto entre la ciencia y las distintas religiones y sin embargo se trata de discusiones caprichosas. ¿Acaso no ha llegado la astrofísica a conclusiones similares a la más fina teología (entendida ésta como filosofía)? ¿Acaso observan de igual modo el mismo paisaje el biólogo y el poeta?
El judaísmo está abierto a seguir con ese debate y a escuchar e incluso importar los descubrimientos científicos de cada época. Por eso cada año volvemos a empezar el ciclo de lecturas: para continuar con el debate, para seguir enriqueciendo y ampliando nuestra visión de lo Divino y de Su mundo, para seguir pensando, aunque sea para equivocarnos y tener que retomar el camino.
“A imagen de Dios”
Comentaba Rashi en una de sus obras que “si la Torá fuese ley, ¿por qué habría comenzado en el Libro de Génesis? Si fuese ley, empezaría en el capítulo doce del Libro de Éxodo”. La Torá no es únicamente ley; es más que eso, es Enseñanza. Es cierto que contiene preceptos, pero también narraciones, historia, folclore, canciones, proverbios, poesía, y también mitos y leyendas, siendo esto último especialmente apropiado para los primeros capítulos del Génesis, que son los que aquí nos ocupan.
El Libro de Génesis es llamado en hebreo por su primera palabra, Bereshit “en el principio”. También fue llamado en la antigüedad Séfer Beriat Haolam o “Libro de la Creación del universo” y Séfer Maasé Bereshit o “Libro de la Creación”. Entre los temas más recurrentes de este libro debemos citar tres: Dios, el hombre y las relaciones que entablan entre ellos. Es el libro de las generaciones del hombre.
“(…) Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza” (Gén. 1:26). “Y Dios creó al hombre a Su imagen, a Su imagen lo creó: hombre y mujer los creó” (v. 1:27).
Pero debemos preguntarnos, ¿qué implica el haber sido creados a imagen de Dios? En primer lugar implica respeto. Debemos respetar al otro y su dignidad, pues él es nuestro hermano. En segundo lugar significa igualdad, para que nadie pueda decir “mi padre es mejor que el tuyo” (Mishná Sanhedrín 4:5). También, en tercer lugar, implica que debemos imitar a Dios, pues ello nos habla de lo más íntimo de la humanidad, “como Dios es misericordioso, tú has de serlo también; así como Él es justo, sé justo tú también” (Talmud de Babilonia, Sotá 14a). En cuarto lugar, ser a imagen de Dios quiere decir que también albergamos parte de Su eternidad, pues
“Tú le has hecho (al hombre) un poco menos que divino, y lo has coronado con gloria y honor” (Salm. 8:5).
“Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza” (v. 1:26).
Tanto el Midrash como la traducción al arameo del Targum Yonatán interpretan ese “hagamos” que está en plural como si Dios estuviese conversando con los ángeles. En cambio Harold Kushner ofrece otra lectura más literal. El Eterno ha creado las plantas, las aves, los peces y demás animales, ¡y es a ellos a quienes se dirige! “Hagamos al hombre”, para que éste sea parecido a ellos pero también a Dios: entre lo físico y lo espiritual. “A nuestra imagen”, en hebreo tsélem, que es masculino, “y a nuestra semejanza”, en hebreo d´mut, que es femenino. ¿Por qué esta redundancia? Tal vez para expresar el dualismo interior a la naturaleza humana. A Dios el resultado le gustó mucho, pues dijo que era muy bueno, ve-hiné tob meod (v. 1:31). El hombre, adam, es creado a partir de la tierra, adamá, tomada de distintos rincones del planeta, para que el ser humano se sienta allá donde vaya como en casa, y como lección de igualdad entre los distintos pueblos de la tierra.
El relato de la Creación nos suena extraño pues conocemos las teorías de la evolución y lo que ellas muestran es diferente a lo que leemos en el Génesis. Sin embargo la búsqueda de la vida, en ambas, es la que lleva a la mejora y al progreso humano. También en el relato bíblico. Cuando el homínido decide fabricar y modificar su mundo es porque lo que conoce le resulta insuficiente para sobrevivir: se adapta. El relato bíblico se acerca mucho a esta certeza científica, en especial en el famoso episodio del árbol del jardín de Edén y el fruto prohibido.
En el centro del jardín al que Dios lleva a la primera pareja humana hay dos árboles, pero el texto no explica si se pueden diferenciar o no. El árbol de la vida o ets ha-jayim y el árbol del conocimiento del bien y el mal o ets ha-dáat tob va-ra están juntos, tal vez confundibles con facilidad. El Eterno prohíbe comer del árbol de la vida. El ser humano busca la vida, pero encuentra el bien y el mal, es decir, evoluciona. En busca de la vida, Eva come del fruto que le desvela el conocimiento. Para sobrevivir cae en la angustia del conocimiento de su propia desnudez y después de su dolor y de su mortalidad. Si toma del fruto morirá, pero al final eso no ocurre. Hay esperanza, y por eso
“ (…) he colocado ante ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición, ¡escoge la vida!” (Deut. 30:19).
La vida aún puede escogerse. Es cierto que cometemos errores, pero también es cierto que podemos retornar, pues Dios
“no halla placer en la muerte de quienes cometen errores sino que prefiere que se arrepientan de sus actos y vivan” (Ez. 23:10).
Muchos ven en la primera pareja humana la historia de un castigo, cuando lo que encierra es una lección de profunda misericordia. Cuando comieron del árbol, ellos estaban aterrados al descubrir su desnudez. Tenían frío y Dios les da vestidos (v. 3:21), como señal de amor y de preocupación.
A su imagen y semejanza. Pero mientras tanto el mundo está inconcluso y nuestra tarea es repararlo y mejorarlo. El relato de la Creación encierra este último mensaje: Dios creó el mundo, pero no es un mundo perfecto sino fragmentado y roto. Nuestra tarea es colaborar en la tarea de reparar esa obra maravillosa.

© Adi Cangado