Esta semana, comenzamos Libro en el Jumash : «Devarim» , Deuteronomio 1:1 – 3:22, y comenta la parashá Adi Cangado.
«La retrospectiva, el retorno y el tiempo recobrado»
En su Bible for Home Reading (su cometario a la Biblia Hebrea), Claude G. Montefiore llama al libro de Devarim (en español Deuteronomio), el quinto libro de la Torá cuya lectura empezamos esta semana, the Law of the Retrospect, la ley o código de la retrospectiva, de la mirada hacia atrás.
Se trata de un nombre muy apropiado porque está formado por los discursos que Moisés dirige al pueblo de Israel justo antes de morir y antes de que su pueblo cruce el Jordán para conquistar la tierra de Canaán, en los que revisa los acontecimientos que han traído al pueblo hasta este preciso lugar en aquel instante de su historia. Al igual que el narrador de «En busca del tiempo perdido» (de Marcel Proust) cuando saborea la magdalena mojada en té que le lleva a bucear en el pasado, Moisés mira hacia atrás.
En la parashá de esta semana, Moisés inicia su primer discurso en el que recuerda a los israelitas varios sucesos (en heb. devarim), como son el nombramiento de los jueces, el envío de los doce espías a Canaán, la guerra contra Sijón y Og, reyes emoritas, y el reparto de las tierras al este del Jordán entre las tribus de Reuvén, Gad, y mitad de Menashé.
Moisés desea recordar al pueblo cómo ha llegado hasta este preciso instante. No se trata ya de aquella generación que rechazó conquistar la tierra tras el episodio de los espías, sino de sus hijos y sus nietos, y Moisés les narra los episodios que componen su historia para que algún día ellos mismos puedan transmitirlos a sus descendientes.
La historia es memoria colectiva. Es un tiempo en común fundamental para entender el sentimiento de pertenencia a un «pueblo», y Moisés lo sabe. Nuestro pasado compartido que da sentido a quienes somos y un futuro iluminado por un cometido común crean la comunidad de fe. Sin embargo, la mejor manera de conectar a una persona con su historia no es remontarse primero al origen sino precisamente lo contrario: despertar la curiosidad de los oyentes, fijar su atención, a través de aquellos sucesos más próximos a ellos (los acontecimientos que resume la porción de esta semana eran recientes y hace semanas leíamos sobre ellos en el libro de Bemidbar), pues solamente a través del recuento de su propio pasado conecta el pueblo con su pasado más lejano hasta llegar al origen, y así entender de dónde se viene, antes de atravesar el río y nacer como comunidad, como pueblo.
Como decíamos la semana pasada, están a punto de salir del desierto y cruzar el río Jordán tras devarim (el libro de Deuteronomio). Estamos en un punto de inflexión que lleva a la tierra prometida, es decir, a la Torá completada/cumplida.
La Torá comienza diciéndonos:
(…) ve-elé ha-devarim asher diber Moshé el kol Yisrael be-‘éver ha-Yardén, ba-midbar, ba-‘aravá, mol Suf, ben Parán u-ven Tofel ve-Laván va-Jatserot ve-Di-Zahav “y estas son las palabras [o bien “y estos son los acontecimientos”] que relató Moisés a todo Israel en la orilla del Jordán, en el desierto, en la ‘Aravá, frente a Suf, entre Parán y Tofel y Laván y Jatserot y Di-Zahav” (Deut. 1:1).
Este primer versículo nos permite ubicar de manera precisa el lugar en el que están Moisés y el pueblo, pero a la vez esconde una paradoja. ¿Cómo es posible que el hombre que era “de lengua pesada”, incapaz de hablar, acabe la Torá con hermosos discursos, con cientos de devarim “palabras”? Y sin embargo, en el midbar “desierto” fue capaz de hablar [y “habló”, diber] devarim“palabras”.
El verbo davar significa “hablar”, pero como sustantivo es “palabra”, “suceso” o “motivo”. En hebreo, desierto se dice midbar, que curiosamente significa también “habla” o “discurso” (ver Cantares 4:3). De un desierto, páramo, yermo, o sequedal (‘aravá es un sinónimo demidbar), surge su discurso. De hecho, el propio Midrash reconoce que “Moisés declaró (Éxodo 4) que él no era un hombre de palabras, y sin embargo podemos observar su elocuencia en el libro de Deuteronomio; elocuencia adquirida desde que tomó posesión de la Torá” (Devarim Rabá, 1). La Torá transforma a Moisés no menos que al pueblo de Israel. La experiencia del encuentro con el Tú Eterno es transformadora y sumerge al judío en una conversión continua, eterna, a través de la enseñanza vivida.
Compartiendo raíz con davar y con midbar está la palabra dover “pradera” (ver por ej., Isaías 5:17). La Torá enseña al pueblo judío la lección de la esperanza: la conversión de la persona y la reparación del mundo son posibles, y de aquello que fue un desierto (aquél sumido en el silencio) nace un pardés “huerto”.
Ahora que han superado el desierto ya son un pueblo propiamente. No ya su pasado en común sino su comunión en el cometido elevado de la enseñanza les ha transformado y unido.
Si hacemos una lectura detenida de la parashá comprobamos que la Leitwort o palabra que construye el hilo narrativo es ayin-bet-resh: ‘avar, que en hebreo es también el «pasado», lo que «pasó». Aquí de nuevo la idea de retrospectiva. Ya en el primer versículo la encontramos: be-‘éver ha-Yardén “en la orilla del Jordán”. Toda orilla invita a pasar. La palabra ‘éver evoca el estar en el límite a cruzar, el margen, la orilla o frontera. La vida del hombre libre queda así atrapada entre dos orillas: la del Mar de Juncos y la del río Jordán. Un punto de partida y una meta, ambas simbólicas.
El verbo ‘avar, que encontramos a lo largo de toda esta parashá, significa pasar, cruzar, atravesar; marcharse, irse; acercarse, llegar, venir; avanzar, atacar; romper, continuar, sobrepasar, … y en todas ellas está presente la idea de transición o transformación que supone poner fin a una época para comenzar otra: un acto de superación.
Precisamente es en esos instantes de transición, a lo largo de nuestra vida, en los que echamos la mirada atrás, como están haciendo Moisés y el pueblo, a los sucesos cercanos y lejanos del pasado, tanto los buenos como los malos, para comprender lo que fuimos y lo que dejaremos de ser. Un gran erudito dijo una vez, “somos quienes somos, no quienes fuimos”. Hemos cometido errores (pensemos en los terribles pecados de Israel durante su travesía por el desierto) y sin embargo la mejor manera en que debemos afrontarlos es dándonos cuenta de que, si hemos llegado a este punto, a este preciso instante, a lo mejor tanto las experiencias positivas como las negativas habrán sido para bien, conduciéndonos hacia la dirección correcta.
Del mismo modo, empezamos el libro de Devarim pero también entramos en esa parte del año de reflexión y recolección de cada gesto, cada palabra, a medida que se acerca Yom Kipur, el día de enfrentarnos a los desaciertos del año que ‘avar pasó.
Al igual que Israel a la orilla del río, todos estamos a la orilla de una tierra por conquistar: la Torá y las mitsvot. Cada día y cada instante debemos transformarlos en un acto de conversión y de cambio. Ella, como la vida, es una orilla perpetua que hallamos a cada paso. Y cuando no ha sido posible, cuando te pierdes en los médanos, siempre es posible regresar a través del arrepentimiento o teshuvá.
Retrospectiva, retorno, recuerdo. Nos acercamos a esos días del año en los que anulamos las promesas del año pasado y formulamos unas nuevas, cada año muy parecidas. Yom Kipur es también la orilla de un río. Haré más oración, estudiaré más Torá, seré más solidario y justo, mejor persona con el próximo y el lejano. Sin embargo, acto seguido deberíamos preguntarnos, como Hilel, ve-im lo ajshav ematay «y si no es ahora, ¿cuando?». Al rato de formular las nuevas promesas, muchas veces nos apartamos de ellas.
La ley de la retrospectiva debe hacernos revisar también nuestra noción de tiempo. ¡Qué importante es en la Física la «t» de «tiempo»! Está en muchas de las fórmulas que conducen a los físicos a los descubrimientos con los que hacen temblar los cimientos del conocimiento científico sobre el universo. Cada día estamos sometidos a la esclavitud del tiempo medido: quieren que pasemos por la vida en una contrarreloj, sin apreciar el recorrido. Pero, ¿»realmente» es natural al ser humano esa clase de tiempo?
El tiempo medido de la «t» es muy distinto al tiempo que inunda y presiente el hombre durante su vida si está atento. El ser humano no presencia el tiempo medido, no percibe los innumerables e hipotéticos instantes que componen la línea del «durante» sino el «durante» mismo. Pasan cinco minutos exactos y a veces parecen una hora y a tu lado otra persona apenas si se ha percatado del paso de ese tiempo. La duración es el tiempo vivido. La «t» del tiempo que interesa al filósofo es la «t» del tiempo vivido por esa persona, por cada ser humano. Es la duración. No percibimos el caos de los elementos en su mismidad, en su ipseidad, sino la ruta que estos trazan en su brotar, su recorrer, su devenir: su duración. El ser humano percibe la ruta pero de los elementos, ¿qué podemos saber de ellos? En principio, nada sabemos del caos de los elementos (añadiría, «más allá de su formulación matemática y pre-lingüística»).
La vida es también tiempo. La vida queda así fundamentada en una «t» de tiempo distinta a la de la Física.
Para el judío, para mí como judío, la actualidad de la vivencia no es entendible sin la Torá y los cometidos que ella inspira. Cuando el judío llena su vida, llena la duración de sus días, de cada día, con la observancia de los preceptos estando su corazón dirigido al cielo (como el Jacob del sueño, a los pies de la escalera y mirando hacia arriba), brota un acto de conversión espiritual, y entonces la actualidad de la vivencia se transforma en actualidad vivencial de lo Revelado, y el misterio que es «en el principio» se hace milagro siempre renovado en cada día de la vida. Deviene.
La pregunta de Hilel es también una trampa que pretende despertarnos. En realidad nos dice: «¿cuándo? ¡Ahora! Y si no es ahora sencillamente nunca será».
Nunca es tarde para cruzar el Jordán ni poca nuestra fuerza para hacer caer las murallas de Jericó. Reconquistemos nuestro tiempo porque es lo único que tenemos.
Os deseo a todos que tengáis paz en el Shabat.