Parashá: Ajarei Mot, אַחֲרֵי מוֹת, Tras la muerte. Levitico 16:1–18:30. Haftará sfaradit: Ezekiel 22:1–16. Darshán: Adi Cangado.
“Un altar en el desván y un giro copernicano”
Cuando tenía diez u once años, mis conocimientos de judaísmo eran mínimos. Mi abuelo me había comprado el libro “Las bellezas del Talmud”: mi primer libro judío. Lo devoraba con pasión. Nunca olvidaré el sabor de aquel primer dulce: las historias y enseñanzas de los rabinos seleccionadas para una antología por Rafael Cansinos Assens. Mientras lo leía, aprendí que el séptimo día de la semana, el sábado (el Shabat), debía guardarse descanso, de manera que descansé. ¿Cómo empezaba el Shabat? No lo sabía. De las candelas, de la bendición del vino, del Kidush, de la cena festiva, etcétera, no tenía información. Mis únicas herramientas eran saber que los días empezaban con la puesta de sol y que al terminar el Shabat se hacía Havdalá encendiendo una vela. Como mis padres no querían ni oír hablar de judaísmo, arreglé una mesa baja en el desván, la cubrí con una cartulina blanca en la que había dibujado la bandera de Israel, y cada sábado a la noche subía al desván para encender una vela: mi Havdalá. Al recordarlo en retrospectiva, siempre me hace reír el pensar que aquello debía de ser, para Dios, muy parecido al fuego extraño de Nadab y Abihú: una Havdalá mal hecha. Pero aquel simple (e incompleto) rito me llenaba de fuerzas: daba significado a toda la semana. Llegaron más libros y más conocimientos, y con los años mi judaísmo se fue estandarizando.
Al igual que la muerte de sus hijos para Aarón, el principio del libro de Vayikrá siempre me ha inspirado el silencio. Los sacrificios, las ofrendas, las vísceras, toda esa sangre esparcida en el altar, fuego al que se llama aroma grato, pero ingrato para mí. Como judío de mi tiempo, sin Tabernáculo ni Templo, e inspirado por las advertencias de nuestros profetas, la mitad del libro de Vayikrá (Levítico) me resulta ajena y, por qué no reconocerlo, repugnante. Supongo que enfrentarse a la Torá implica lidiar con sus mejores versos siempre vivientes pero también con relatos y preceptos extraños, arcanos, que han perdido su significado y su lugar en nuestro judaísmo. Sin duda aquí se reafirma la antigua metáfora: la Torá es como la vida, y como en la vida encontramos en ella lo mejor y lo peor y, como de lo mejor, también de lo peor debemos sacar alguna conclusión.
Curiosamente el libro de Levítico se divide en dos mitades que reflejan esta doble naturaleza: la primera mitad, hasta el capítulo 16 inclusive, en el que arranca la parashá de esta semana, regula los detalles de los sacrificios y rituales de la antigüedad, y desde el capítulo 18 nos lleva al código de la kedushá, a las lecciones éticas y morales.
Al principio de la Parashat Ajaré Mot (Lev. capítulos 16 a 18) se recuerda la muerte de los dos hijos de Aarón, Nadab y Abihú, quienes habían agarrado cada uno su incensario para llevar ante el Eterno un fuego extraño. Aquella ofrenda no pedida por Dios les consumió. Moisés habló con su hermano Aarón justo después del incidente pero no le dio ninguna de las instrucciones que nos encontramos esta semana. ¿Por qué aquel fuego mató a Nadab y Abihú? ¿Por qué Moisés no advirtió en aquel instante a Aarón sobre el peligro de acercarse a la parte más sagrada de la tienda? En los dos primeros versículos leemos así (Lev. 16:1-2):
“Y el Eterno habló a Moisés después de la muerte de los dos hijos de Aarón, cuando se acercaron ante el Eterno y murieron. / Y el Eterno dijo a Moisés: Habla a Aarón, tu hermano, para que no venga be’jol et “en cualquier momento” a la parte más santa del tabernáculo, tras la cortina, frente a la cubierta que está sobre el Arca, para que no muera, …”
Aunque el Eterno habló a Moisés ajaré mot “después de la muerte” de Nadab y Abihú, Moisés esperó. Esperó hasta que un día, al final, explicó a Aarón que no debía atravesar la cortina en cualquier momento: únicamente el día de Yom Kipur, de determinada manera y con vestimentas específicas, para expiar por los pecados de Israel. El versículo advierte que no es posible entrar be’jol et “en cualquier momento”, y con estas palabras la Torá nos está hablando sobre et ratsón “el instante propicio”, un tiempo adecuado para Dios. Pero entre las líneas de estos versos, desde que mueren los jóvenes, existe otro instante propicio del que no se habla directamente pero que se intuye: el instante propicio, no para Dios, sino para Aarón. Justo después de la muerte de sus hijos, Moisés omite la información: espera a que sea un tiempo propicio para su hermano. ¡Qué importante es el instante, el tiempo, en el que una persona está! Nadab y Abihú no supieron esperar su tiempo; Moisés sí espera a que Aarón supere su pena y su luto.
El judaísmo es una tradición religiosa y cultural inmensa, y las fuentes de las que brota son ciertamente in-numerables. Las costumbres, los ritos, las enseñanzas; un largo etcétera que llenaría habitaciones. ¿Cómo abordarlo? ¿Por dónde empezar? ¿Por dónde seguir? ¿Qué herramienta utilizar? A mí me ha servido mi olfato, pero a otra persona podría no serle útil. Para hacerlo más complicado, la vida se ha vuelto sumamente compleja. Las realidades de cada ser humano, de cada judío, se han vuelto diversas y dispersas. En las comunidades judías modernas se lucha por re-conectar a los átomos que las componen, cuyas propias fuerzas interiores les impulsan en direcciones opuestas, irregulares, cruzadas. Tal vez la porción de esta semana nos da la solución, la clave, para re-conectar: debemos llevar el judaísmo al instante en el que la gente está en sus vidas, pues con total seguridad existe un judaísmo, un rito, celebración o enseñanza, que sea propicio para ese instante. Un giro copernicano: no esperar al instante idóneo, sino aprovechar la naturaleza y el significado de cada instante, y a cada instante hacerlo propicio, dando a la persona herramientas para llenar de judaísmo sus tiempos. ¡Esto no es nuevo! ¡Llevamos miles de años haciéndolo! La historia judía nos enseña que es absolutamente imperativo re-presentar, re-formar, re-novar, para re-conectar, pues esta es la única supervivencia posible, física, intelectual y espiritual. Una vez que se ha llegado a la orilla del mar no es posible quedarse allí ni tampoco volver atrás, sino solamente cruzar, y cruza únicamente aquel que da pasos para cruzar, y únicamente ante quien con coraje se adentra en las aguas, las aguas se separan para él o ella. La humilde e inacabada Havdalá en el altar del desván era adecuada al instante en el que estaba en mi vida: complió su función, y con ella empezó la travesía que me ha traído hasta este otro instante, en el que escribo sobre la Parashat Ajaré Mot.
Si llevamos el judaísmo al instante en el que la gente está en sus vidas, será un judaísmo viviente. Si no lo hacemos, acercaremos un fuego extraño como Nadab y Abihú.