
Comentario a la parashá de esta semana, Shemot/Éxodo 1:1 – 6:1, por Adi Cangado.
La porción de esta semana da comienzo al libro del mismo nombre, Shemot (el libro de Éxodo) que significa “Nombres” en hebreo pues sus primeras palabras dicen “Ve-elé shemot bené Yisrael (Y estos son los nombres de los hijos de Israel)”, los que vinieron a Egipto con Jacob, “ish ubetó (hombre y su casa)”, es decir, cada uno con su familia. Los nombres, shemot, son el leitmotiv de esta perashá, pero no precisamente los de los descendientes de Jacob.
Pasados muchos años, Egipto tiene un nuevo rey que odia a los israelitas y les somete a multitud de tribulaciones, entre ellas la esclavitud. Cuando eres esclavo, cuando pierdes tu libertad, ya no eres completamente humano. El opresor borra tu humanidad y con ella tu nombre: te conviertes en cantidad, en un número. No es una casualidad que en repetidas ocasiones en los primeros versículos aparezca el verbo multiplicar en relación a los israelitas. Los nombres, shemot, no se multiplican; los números sí. Entre ellos, vino un hombre de la tribu de Leví y tomó a una descendiente de Leví. No se nos dan sus nombres. Ella concibió y tuvo un bebé pero tampoco se nos da su nombre. Sabemos que la madre “vio que era bueno”. ¿O hermoso? Este es el primer dato que tenemos del aspecto y/o de la personalidad de Moisés.
Durante tres lunas lo esconde para salvarlo del decreto del Faraón quien había decidido que a todo hijo varón de los israelitas debía arrojarse al río. Pero pronto no pudo ocultarlo más y lo puso en una cesta de cañas, calafateada con betún y alquitrán, entre los juncos en la orilla del río. La hermana, sin nombre también, la observa a lo lejos y decide seguir el rumbo de la cesta. La hija del Faraón ve al niño y pide a su sierva que se lo traiga. Lo vio, no lo escuchó, y sin embargo lo describe como “náar bojé (un niño llorando)”. ¿Quién sino un judío llora sin ser escuchado?
La hermana, que había vigilado la cesta con el niño, se ofrece a buscar a una mujer hebrea para amamantarlo, a lo que la princesa egipcia accede. Miriam llama a su madre y así Moisés será criado, después de todo, con su familia hebrea. Al crecer se lo lleva de nuevo a la hija del Faraón para que sea, para ella, como un hijo. Aquí aparece su nombre, su shem, que le dará la egipcia: Moshé, Moisés, un nombre egipcio.
¿Quién es al final Moisés? ¿Él mismo es capaz de responder a esta pregunta? Recordará que fue amamantado por su madre, criado entre sus hermanos, con su pueblo, pero se llama Moisés, es Mosis, y está en palacio con su segunda familia. ¿Quién soy?, preguntará en su interior. Cuando ve a un egipcio maltratar a un israelita, defiende al israelita. Cuando se encuentra a un israelita abusando de otro, también intercede en defensa del maltratado. Al llegar estas noticias a oídos del Faraón éste no duda: Moisés no es uno de los suyos. Ordena matarlo y para evitar la condena Moisés huye a Midián.
Llega junto a un pozo y se acercan pastoras midianitas, a las que protege frente a los asaltantes que las impiden dar de beber a sus rebaños. ¿Quién es para ellas? El versículo nos lo dice (2:19): “ish mitsrí (un hombre egipcio)”. El midianita Yitró le acoge en su casa y pronto Moisés se casa con una de sus hijas, Tsiporá, y tiene un niño con ella al que llama Guershóm (2:22) pues dice “Guer hayiti be-érets nojriá (un extranjero fui en una tierra extraña)”. Yitró, Tsiporá, Guershóm, todos ellos son nombres. La interpretación tradicional de este verso es que Moisés se refiere a Midián como “tierra extraña”, sin embargo el verbo es hayiti “fui”, en pasado, y Guershom (םשרג) se escribe de manera idéntica a guer sham (םש רג) “extranjero (fui) allí”, ¿dónde allí? En Egipto. En el nombre del niño resuenan también las palabras guerush (expulsión)” y “megorash (expulsado)”. Para el Faraón es un hebreo; para los midianitas un egipcio. ¡Cuántas historias como esta inundan la experiencia judía a lo largo de más de 4.000 años!
Cuando Moisés sube al monte Joreb, en absoluta soledad, lo Divino se le revela y Moisés se pregunta, “Mi anojí? (¿quién soy?)” (versículo 3:11). Su “Yo” está fracturado, al igual que su conciencia. Pero solamente a partir de esta conciencia fracturada surge la libertad de pensamiento y de reflexión, de ahí que este hombre sea capaz de producir las metáforas más hermosas sobre Dios (vv. 3:12-15) y sobre el sufrimiento de su pueblo (vv. 3:2-10), y también por su genialidad; duda (4:10) y piensa “lo ish debarim anojí (no soy un hombre de palabras)”, “ki jebad pe ujebad lashón anojí (pues de boca pesada y lengua pesada soy)”. Moisés sigue preguntándose, pasados los años, quién es, pero en el fondo sabe cómo es, conoce su potencial aunque no sea consciente e insiste en sus debilidades porque es modesto, humilde. Es libre y ha escuchado el sufrimiento de su pueblo, por eso no lo duda y, pasada la soledad, regresa a casa y anuncia a Yitró, su suegro, que debe volver a Egipto para ver si sus hermanos siguen todavía con vida.
En el camino a Egipto para reunirse con Aharón, al igual que en su día había ocurrido a Jacob cruzando el Yabok antes de su encuentro con Esaú, un ángel intenta matarlo. ¡No había circuncidado a su hijo! El brit milá, pacto de la circuncisión, es uno de los primeros preceptos que un padre judío debe cumplir. Tsiporá, su mujer, toma la iniciativa en defensa de la tradición y circuncida ella misma al niño para así cumplir el pacto de Abrahám, Isaac y Jacob. Ella, una midianita, pero que ahora ya parece el bastión de judeidad de su casa como si fuese hebrea: la primera mohélet. De nuevo la conciencia fracturada de Moisés, los pensamientos encontrados que luchan en su interior.
¿Quién soy? ¿Cuál es mi nombre? ¿No nos hemos hecho estas preguntas muchas veces? La particularidad de Moisés frente a otras figuras como Jesús o Mahoma es precisamente esta: su conciencia está fracturada y ésta es la primera señal de la conciencia moderna. Frente a Jesús o a Mahoma, Moisés es un hombre “moderno”, su conciencia compleja es similar a la del hombre contemporáneo. Tiene una conciencia moderna y luchará por la libertad para su pueblo. Tal vez por esto la Torá es, en su mayor parte, la historia de un pueblo que se libera del yugo de la esclavitud.
En su “Diario de la galera”, el escritor húngaro Imre Kertész nos explica que precisamente esto mismo le ocurrió a Baruj Spinoza. Como muchos judíos de origen español y portugués, antes de llegar a Holanda habían residido en España y Portugal como cristianos nuevos. ¿Quiénes eran? Entre los cristianos eran “nuevos” y a menudo eran castigados por la Inquisición por conservar costumbres o tradiciones judías o por mantener su judaísmo clandestinamente. Cuando llegaron a Holanda y pudieron volver a la sinagoga, tampoco se les recibía como “judíos” completos, pues en ellos encontraban los demás ciertas formas de hacer y de hablar “cristianas”. ¿Quiénes eran? En esta conciencia fracturada, como la de Shylock al final del drama “El mercader de Venecia” (de Shakespeare) a las puertas de la sinagoga pero fuera de ella, nació la conciencia moderna. En nombres como los de Baruj Spinoza descubrimos a los primeros hombres de la Edad Moderna y, por supuesto, solamente en sus mentes podrían haberse formado las ideas de libertad religiosa y de pensamiento que les debemos y a las que en la actualidad consideramos naturales.
El libro de Shemot nos habla precisamente de la libertad y el éxodo de Egipto es una metáfora y un resumen de todos los exilios, de todas las luchas por la libertad, y en su título nos queda la memoria y la advertencia de que solamente los hombres libres tienen “shemot (nombres)”. En esta época, la nuestra, de supuesta “libertad”, ¿realmente tenemos un nombre? ¿Están nuestras conciencias fracturadas, plurales, divertidas? ¿O intentan resumirnos en torno a nociones concretas, iguales a todos, que unifican y anulan la particularidad? ¿Quién soy? ¿Quiénes somos para los Faraones de la modernidad? ¿Soy un nombre o un número? Pensad en ello.
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