Uno de los muchos rasgos distintivos de una de las comunidades judías más antiguas es encender una vela más cada noche de Januká.
Arám Tsobá -que es el nombre que los judíos de Siria dan a la ciudad que los árabes llaman Jálab- tuvo una pequeña comunidad judía ya desde los tiempos de Shivat Tzión, el Retorno a Sión (de los cautivos en Babilonia) En el S IX, el más famosa de los exilarcas babilonios de la era rabínica de los gaones, Saadia Ha´Gaón, fundó allí una gran yeshivá; el once de octubre de 1138, un terremoto asoló la ciudad y causó ni más ni menos que 230.000 víctimas, pero no obstante, a fines de ese mismo siglo, el andariego hispano-hebreo BENJAMÍN DE TUDELA constató en su cuaderno de viaje que había unos tres mil judíos en la ciudad. A esta comunidad se la conoce con el nombre de mustarabím (los judíos que no fueron expulsos) . Ha´Rambám escribió en algunas cartas que la yeshivá de Aram Tsobá (en italiano, Alepo) era una de las más importantes del orbe judío de su tiempo. De hecho, cuatro generaciones más tarde, un descendiente de Ha´Rambám llevará a Alepo el más antiguo mansucrito tiberiano de La Torá, que se conservaba en la sinagoga de Ben Ezra, en El Cairo: el hoy llamado Codex Alepo, conservado en el Santuario del Libro del Museo de Israel (no sin polémica)
Tomada por Saladino -Salaj Ha´Din- Aram Tsobá fue atacada por los mongoles en 1260 y luego pasó a manos de los mamelucos hasta el año de 1517, que es cuando empieza a formar parte de la Sublime Puerta, como se conoce al Imperio Otomano. Y se convertirá en la segunda ciudad más importante del imperio, porque es la última gran ciudad de la ruta caravanera llamada de la seda , que embarcaba en el cercano puerto de Alejandreta el género para ditribuirlo por toda la cuenca mediterránea. Una ciudad próspera. Y desde el punto de vista del judaísmo, muy devota.
Muchos de los hispano-hebreos expulsados de Castilla y Aragón, tras ser acogidos por el Imperio Otomano pasarán a vivir en la entonces esplendorosa Aram Tsobá. Era tal el nivel de comercio de la plaza que hasta los venecianos abrieron allí un consulado: de ahí el nombre italiano de Alepo en el mundo occidental.
Pero estos sefardíes de primera generación que llegaron desde Constantinopla no fueron del todo bien acogidos en la antigua comunidad de Aram Tsobá: eran gente nueva, con una tradición rabínica propia; quizás algunos pensaran que estos descendientes de hispano-hebreos fueran medio karaítas, la secta judía que renegó de El Talmud y tanto predicamento había tenido en el Reino de Castilla. Los mustarabim recelaron de estos recién llegados y del impacto cultural que su llegada podría generar en la comunidad, caracterizada por el conservadurismo ritual. R. Solomon Atatoros, R. Abraham b. Asher, R. Samuel b. Abraham Laniado, entre los rabinos destacados que llegaron a Aram Tsobá. Al principio vivieron en comunidades separadas, dándose la espalda. Pasaron largas décadas antes de que unos y otros se aceptaran mutuamente. Y eso ocurrió a fines del S XVI, de pronto, y de forma digámosle milagrosa, al llegar la festividad de Januká, cuando los mustarabím se acercaron a los megurashím (los expulsos) y les invitaron a encender las velas de Januká conjuntamente.
En recuerdo de aquel momento, sin duda luminoso para todos, cada año por el tiempo de Las Kandelikas, además de las velas pertinentes que celebran la re-unión de la soberanía hebrea en el Templo de Jerusalén, los judíos de Aram Tsobá encienden, también, una vela en recuerdo de aquella re-unión de dos comunidades hebreas en el lugar donde se conservaría el manuscrito más antiguo de La Torá del que disponemos hoy en día.
Una vela de tolerancia y fraternidad disipando la oscuridad seléucida en Judea, cuando el judaísmo estuvo marcado por la prohibición, la profanación y la amenaza de la desaparición de la cultura judía por la hitbolelut, la asimilación. Conceptos sobre los que habría que reflexionar hoy en día también.
Además de esta costumbre, rasgo distintivo de los judíos de Aram Tsobá por todas las comunidades del mundo, al principio del día (del calendario hebreo, no del día del calendario juliano) en el servicio de shajarit, durante los ocho días de Januká, el judío que reza como se rezaba en Arám Tsobá tiene la costumbre de encender doce candelabros de aceite: uno por cada Tribu de Israel. Phillip Goodman, en su Antología sobre Januká, de 1976, dice que esta costumbre se explica porque a la vez que se enciende esa docena de candelabros, se leen pasajes del capítulo siete del Libro de los Números, en donde se narra que, después de que Moshé Rabenu acabara de construir el Tabernáculo, con su Menorá -símbolo abstracto de la zarza que no se consume pero que ilumina- durante doce días pasaron uno por uno todos los principales de cada tribu a rendir tributo. Es decir, con el recuerdo de la re-consagración del Templo de Jerusalén , el judío de Alepo recuerda y honra La Menorá cuando fue consagrada por primera vez en los días del desierto y la salida de Egipto.
Una muestra de esas lecturas de Januká, en el siguiente vídeo, según la tradición marroquí: