Uno de los muchos actos de fe perpetrados por los dominicos sevillanos , en los cuales lo mismo azotaban a mujeres bígamas que quemaban a herejes luteranos y judíos.
Sevilla, ciudad hermosa donde las haya, acarrea sobre las espaldas azotadas de su historia una gran relación con los judíos hispano-hebreos de todas las épocas. Además de origen de las terribles matanzas de 1391, Sevilla también fue la sede en la que se instauró en Castilla la primera sede de un tribunal de la Inquisición, epicentro de la perpetración del asesinato legalizado por su propia ley.
Uno de los autos de fe que consta en sus anales es el del 14 de abril de 1660. El 22 de febrero de 1660 las calles de Sevilla vieron pasar , de plaza en plaza, una comitiva a caballo que leía un pregón anunciando que el día de S. Hermenegildo, en la Plaza de S Francisco –a espaldas de donde está ahora el Ayuntamiento y donde termina la calle Sierpes– serían juzgados para exaltación de la fe católica, los herejes detenidos por el Santo Tribunal de la Inquisición. A partir del día siguiente, y hasta el 13 de abril, se llevaron a cabo los preparativos de lo que el pueblo entendía como espectáculo previo a las procesiones de Semana Santa. Graderíos en la plaza para acomodar a los espectadores e incluso adornos e iluminaciones por las calles por donde pasaría la comitiva de los reos, hasta llegar al quemadero de la Tablada con sus capirotes ocultando sus rostros (origen del capirote que llevan hoy los nazarenos en las procesiones de Semana Santa)
Los condenados salieron en procesión de las mazmorras del castillo de San Jorge -sede entonces del Tribunal- caminando tras unos cuantos alabarderos y lacayos que custodiaban al clero de Santa Ana, que encabezaba la comitiva con una cruz. Tras los condenados iban las estatuas de los que iban a ser quemados en efigie porque habían logrado escapar de la justicia inquisitorial. En cuanto a judíos, el número era de 80; seis en persona. Cerraban la profesión las autoridades municipales, el cabildo, el fiscal, los inquisidores y algunos nobles afectos. Todos ellos caminando entre infinidad de cirios y bajo el constante repicar de las campanas de La Giralda, que se hacía oir por encima de todas las campanas de las iglesias de la ciudad.
Se dice que Antonio Henriquez, que firmaba sus obras teatrales como Fernando de Zárate, refugiado en Amsterdam, pero que regresó a España en un momento dado, pudo haber asistido como espectador a su propio auto de fe.