El 18 de agosto de 1917, la gran comunidad judía de Salónica vivió uno de los peores momentos de su historia: la destrucción de todo, la reconstrucción de todo.
Hay que recordarlo. Ese día era Shabat: un Sábado de verano a orillas del Egeo y en medio de la Primera Guerra Mundial. Tesalónica, la hermana de Alejandro Magno, la esposa y reina consorte de Casandro de Macedonia, duerme la siesta a la hora de la canícula. Sólo hace un lustro que pertenece al reino de Grecia y cuatro del magnicidio del rey en sus calles. El puerto, muy estratégico, abastece de víveres y armas a las tropas aliadas en el frente de Macedonia.
Era Shabat: un Sábado de verano a orillas del Egeo y en medio de la Primera Guerra Mundial. Un soldado hambriento -serbio, francés, británico- asa berenjenas en un fuego improvisado . Y un fuerte viento -el Vardaris- esparce una pavesa de aquel fuego. En poco tiempo, el incendio es tal que dejará dos tercios de la ciudad reducida a cenizas; setenta mil personas sin casa, de los cuales 52.000 eran judíos sefardíes que hay que recordar.
Aquel Shabat, como otros miles de Shabat en Tesalónica, los judíos habían ido a las sinagogas. Treinta y dos de ellas, con todo lo que conservan dentro , en algunos casos tesoros sefardíes de la etapa peninsular, ya no existían a la hora de Havdalá.
Diez bibliotecas rabínicas habían sido también pasto de las llamas. Ocho escuelas judías no pudieron recibir a más estudiantes nunca más. Ardieron de forma inevitable todos los archivos de la comunidad, guardados durante quinientos años en el Talmud Torá, sede también del Beit Din. Sedes de actividades filantrópicas desaparecieron con todo lo que tenían dentro. Clubes y negocios particulares fueron arrasados por un incendio cuyas columnas de humo, como las víctimas de los sacrificios del Templo de Jerusalén, se elevaron hacia el cielo incluso durante los días posteriores a aquel Shabat.
Y la mayoría de los que vieron esa enorme desgracia en unos pocos años verían en sus propias carnes el humo de la Shoá. El último de los 18 convoyes de deportación que partieron desde Salónica a Auschwitz salió de la estación precisamente, también, el 18 de agosto de 1943. Hay que recordarlo: su memoria es bendita.
Después de aquel inolvidable Shabat, la comunidad judía de Salónica bregó contra las penurias y se reinventó a sí misma con sus propios medios y frente a obstáculos gubernamentales que hay que mencionar: los solares de las casas desaparecidas en la catástrofe fueron ocupados por griegos cristianos. Los judíos tuvieron que abandonar sus barrios porque el gobierno griego de Venizelos, el gran enemigo del rey, vio en el incendio la oportunidad de oro de borrar todo el pasado otomano y convertir Tesalónica en algo netamente griego. Expropiaciones inapelables. Y luego, los solares, a subastas ineaccesibles, para que quien los pudiera comprar: alta burguesía griega que no había perdido todo en el incendio. Por poner un ejemplo: el exclusivo Hotel Elektra Palace ocupa el solar de la escuela de la Alliance Israelite Universelle.
Y también hay que recordar -porque asumir nuestros errores del pasado es síntoma de madurez- que las autoridades de la comunidad judía solicitaron ayuda a las instituciones judías internacionales del momento pero obtuvieron poca respuesta a la llamada de desesperación. En el New York Times -la catástrofe era conocida en todo el mundo y sus consecuencias hacían correr ríos de tinta- se insinuó bastante claramente que el gobierno griego era muy oscuro, que la historia de la berenjena era demasiado legendaria para tener visos de credibilidad, que el incendio no era la peor desgracia de la enorme comunidad judía de la ciudad, sino lo mejor y casi providencial que le había ocurrido a los planes de Venizelos. El lo negó. Qué importa si alguien le creyó.
Los judíos fueron recogidos como refugiados en los cuarteles militares de las afueras, mientras que otros decidieron irse de aquel lugar y empezar una nueva vida en París, Nueva York, Australia. Los que se quedaron se informaban de la situación a través de un periódico nuevo, El Pueblo, y sorprendentemente, proliferaron revistas, ediciones de novelas, ensayos, sidurím, etc. en los cuatro idiomas que dominaban los tesalonicenses: hebreo, judeo-español, griego, francés. Se levantaron una decena de sinagogas, orfanatos, dispensarios médicos y un hospital, y cuando en 1938 ya se había crecido tanto como para trasladarse de nuevo al centro de la ciudad, llegó la Segunda Guerra Mundial.
Una canción que se compuso y cantó tras el suceso, interpretada por David Saltiel