PARASHAT HA´SHAVÚA: «BE´RESHIT»

Parashá: «Bereshit», בְּרֵאשִׁית , En el principio. Génesis 1:1–6:8. Haftará sefardit: Isaías 42:5–21. darshán: Adi Cangado.


 

MITOLOGÍA DE LAS PRIMERAS EDADES

Cada año, al terminar la fiesta de Sucot, la Pascua de las cabañas (en hebreo sucot), concluimos la lectura de la Torá y empezamos otra vez desde la palabra bereshit, «al principio». Al final del libro de Deuteronomio, Moisés dice al pueblo de Israel que la Torá deberá leerse al final de cada ciclo de siete años, después del año sabático o shemitá, en la fiesta de Sucot, es decir, en el primero de los años en un ciclo de siete. ¿Por qué? Durante el año sabático o shemitá el pueblo no puede cultivar la tierra sino dejarla descansar. Podían suceder dos cosas: si el año era bueno, las lluvias serían propicias y los árboles y plantas darían su fruto; si el año era malo, y la sequía asolaba la tierra, ésta no daría yevuláh «su producto». Al terminar ese año, en la fiesta de Sucot, igualmente se leería al pueblo toda la Torá, y en ella se les recordaría el precepto de shemitá.

Me parece interesante este detalle. Cuando el año de shemitá era bueno, el pueblo se daría cuenta de que la tierra, incluso sin el sudor de la frente humana, ¡da su fruto! Aunque muy a menudo pensamos que es de la fuerza del trabajo, de nuestro mérito, que logramos el fruto anhelado, el año de shemitá nos enseñaría que estamos equivocados. Si el año sabático era malo, el pueblo se podría plantear por qué deben respetar el descanso de la tierra y suprimir el precepto de shemitá, y sin embargo llegaría la fiesta de Sucot, y escucharían en la lectura de la Torá nuevamente la mitsvá de shemitá, para recordarnos que la vida tiene límites, y que una mitsvá debe realizarse una y cien veces, aunque su cumplimiento alguna vez no nos beneficie.

Ahuva klein

Esta semana regresamos al principio de la Torá, como cada año, con la lectura de la Parashat Bereshit (Gén. 1:1-6:8), el relato de la obra de la creación y las andanzas de los primeros seres humanos. ¡Mitología! Sí, tal vez. El libro de Génesis contiene mucha mitología, e historias comunes a otras culturas de la antigüedad. Puede parecer fruto de la fantasía o de la imaginación de nuestros antepasados, cuando en realidad, si bien reelaboradas y alteradas con el paso de las generaciones, tejen el relato del principio, y en ellas ha quedado el rastro de la memoria colectiva del neolítico sobre las primeras edades del hombre y de la mujer. La Torá nos invita a escuchar estos capítulos, estas historias, como si fuésemos niños alrededor de la hoguera en una cueva hace miles de años. ¿De qué nos hablan?

Así he empezado la lectura de la Torá este año: imaginándome en esa cueva, alrededor del fuego, dejando hablar a la letra escrita, hasta llegar al primer hombre y a la primera mujer. Dios creó a Adam de la tierra. ¿Cómo os imagináis a Adán? ¿Adulto? ¿Por qué? ¿Acaso un ser humano nace completo, en la edad adulta? Este año la Torá me trae a la mente a un bebé: Adán es un bebé creciendo en el jardín de Edén, el jardín de infancia. Es un lugar seguro para él. Los árboles que cierran el jardín le protegen de las bestias salvajes. Tiene alimentos: todas las plantas y árboles le dan su fruto (v. 1:29, 2:9). Parece un buen lugar para crecer, con agua dulce y abundante (v. 2:10 y siguientes). Los años pasan y Adam aprende a hablar (v. 2:20), pero las palabras aún no le alejan de la inocencia. ¡Sigue en el jardín! Cuando tiene sueño, puede tumbarse y descansar (v. 2:21). Dios cuida de Adam como un padre o una madre de su prole, pues él lo creó y el chico es tov meod «muy bueno». Pero al igual que cualquier niño, lo tov no era bueno que Adam estuviese solo. Llegará el día en que el niño será un hombre y la humanidad no se descubre en uno mismo hasta que no se revela en el otro: el otro es necesario, fundamental. En el otro, Adam se completará y será «una carne». Dios crea a Eva, ézer ke-negdó, una ayuda para confrontar a Adam con la otredad y llegar a entender su propia humanidad (v. 2:18).

Raphael Abecassis, «Adán y Eva»

 

Cuando el niño crece, Dios empieza a fijar límites. De todos los árboles del campo podrás comer, salvo del árbol que está en el centro del jardín. Si comes de ese árbol, morirás. ¿Os resulta familiar? No metas los dedos en el enchufe o morirás. No te bañes en el mar después de la merienda porque tendrás un corte de digestión y morirás. En el garaje de mis abuelos había una puerta con un cartel en el que un rayo amenazador atacaba a un hombre. Cuando era un crío observaba aterrado aquella puerta. No toques la puerta o morirás. Ni siquiera tocarla, ¡solamente acercarme me aterraba! Los padres exageraban y los hijos entendíamos y ampliábamos a nuestra manera la prohibición. Cuando escuchamos a Eva decir que si toca el árbol morirá, cuando Dios hablaba solamente de comer, no de tocar (v. 3:3) el árbol en el centro del jardín, recuerdo cuando era niño y la entiendo.

Pasan los años a medida que escuchamos cada palabra del relato, y pronto dejamos atrás la dulce infancia de Adam y de Eva. Al crecer, ellos también empezaron a cuestionar los límites y prohibiciones de Dios. El árbol prohibido es observado no ya con miedo sino con curiosidad. Eva se acerca y toma el fruto: tiembla y mira hacia atrás, no sea que Dios la esté mirando, pero el árbol parece delicioso y es tan bello que delicadamente retira el fruto sin querer molestar a la rama, y come, y le da también a Adam, que está a su lado, más miedoso y cuidando que papá o mamá no se enteren. El árbol del conocimiento es la metáfora de la pubertad y la adolescencia. La Torá juega con las palabras arum, arumim, erumim. El origen etimológico es la desnudez (arum «desnudo»), y la suavidad de la piel desnuda, suavidad que más tarde inspira otras acepciones como «prudente» y «astuto». De la misma raíz, en árabe, deriva una palabra para las partes pudendas. La serpiente era la más arum «astuta» de todas las especies, pero también la más «desnuda» pues muda su piel. Cuando Adam y Eva comen del árbol se dan cuenta de que están arumim «desnudos», pero lo están desde que nacieron (v. 2:25). La diferencia es que sus ojos empiezan a entender, y ella le mira a él y él la mira a ella, ¡no son iguales! Los cuerpos se complementan. El árbol del conocimiento nos habla también sobre el descubrimiento, a determinada edad, de la sexualidad. El versículo 3:7 dice va-tipakajna ené shenehem va-yedeú ki erumim hem «y se abrieron los ojos de ambos y supieron que estaban desnudos». En hebreo el verbo yadá «saber» o «conocer» tiene también la acepción de mantener relaciones sexuales. Adam y Eva han crecido y él ya es un hombre y ella una mujer. Más adelante la Torá nos dice ve-ha-adam yadá et Javá ishtó va-tahar «y el hombre (Adam) «conoció» a Eva su esposa y (ella) concibió» (v. 4:1).

Escuchamos que Dios camina por el jardín pero no encuentra a Adam. Ayeka «¿Dónde estás?», pregunta Dios, aunque entre líneas parece decir «¿Quiénes sois?». Él sabe dónde está Adam, pero ya no reconoce en él al niño al que crio. Este hombre, oculto entre los árboles con un taparrabos, aterrado porque está desnudo, ya no es el bebé del principio. El padre o la madre piden explicaciones, pero los hijos eluden su responsabilidad. ¿Cómo sabes que estás desnudo? ¿Acaso comiste del árbol que no debías? Adam culpa a Eva, y Eva a la serpiente, y la pobre serpiente, la más «prudente» de las especies, no encontró a quién culpar. El castigo más duro cae sobre la serpiente, pero a ella siempre le quedó la satisfacción de saber que comerían del árbol y no morirían. En la edad adulta los hijos dejan la seguridad paterna, y Adam y Eva el jardín (v. 3:23). Ella será madre y sentirá los dolores del parto y las penas de la crianza, al igual que Dios. El dolor del Creador al expulsar a la criatura del jardín, ella lo padecerá también con sus hijos al verlos crecer, rebelarse, y finalmente marchar de casa. Ese día Eva les dirá que fuera hace frío, que no se olviden del abrigo y de los guantes, y al igual que Eva Dios se compadece de los jóvenes y les da vestidos (v. 3:21). Con el sudor de su frente Adam trabajará la tierra para comer pan, pues los adultos han de ganarse su pan.

La historia de la primera pareja humana es también la historia de todos los hombres y de todas las mujeres al principio de sus vidas: la seguridad de la infancia, la protección y los cuidados paternos, las primeras palabras, las primeras limitaciones, el desarrollo de la consciencia, el aprendizaje y el crecimiento, la pubertad y la sexualidad, hasta la edad adulta. Todos fuimos Adam y todas fuimos Eva, y aquí estamos, un año más, al principio de la lectura de la Torá, encontrando a lo largo de nuestra vida cada advertencia que dio Dios a la pareja de nuestra historia tras comer del fruto. Cada día el mundo se recrea, se revela a la mirada humana. A veces el día trae alegrías y es tov meod «muy bueno», y a veces trae dolor y sudor. A veces el año de shemitá era una bendición, y a veces habría sido la peor de las pesadillas. La porción de esta semana nos enseña esta simple sabiduría: aprender a aceptar y a amar nuestra humanidad y cada una de sus edades, la fragilidad, las limitaciones, sin perder jamás la capacidad de asombro ante su belleza colmada de bendiciones ni la curiosidad.

 

© Adi Cangado