Sobre un amago revolucionario en la judería sevillana a principios del S XV
La Inquisición (creada, como sabemos, en Francia, en el S XI), llegó a Castilla siglos más tarde, concretamente tras el Concilio General de Sevilla, de 1478, bajo los auspicios de la monarquía castellano-aragonesa, verdadera instigadora de la implementación, en 1481, del siniestro tribunal a orillas del Guadalquivir. Para ser más exactos, en el Castillo de San Jorge, barrio de Triana, en el que existe un centro de interpretación -mal llamado «museo»- sobre las andanzas inquisitoriales.
La judería hispalense, al menos desde la reconquista de la ciudad por Fernando III, tan benefactor con el elemento hebreo, en realidad siempre vivió arrinconada, oprimida por un ambiente de hostilidad latente, con algunos ocasionales eventos de violencia. También hubo algunos favores importantes, como la donación de casas que hizo en 1454 el Duque de Béjar. Pero las cosas, con el devenir del tiempo, no irán a mejor: reinando Enrique III, y tras años de prédicas anti-judías por parte de Fernán Martínez, arcediano de Écija, (que vivía en Sevilla) esa inquina anti-judía, que les acusaba de la crisis económica del reino, estalló en la terrible masacre de 1391. Lo cuenta la misma Crónica de los Reyes Católicos, pero también las fuentes en hebreo. Este funesto evento de la historia del odio tiene unas consecuencias:
- la masacre se extiende rápidamente al resto de juderías de la corona castellano-aragonesa, asolándolas -salvo raras excepciones- llegando en algunos casos hasta su destrucción total, como fue el caso de las de Valencia, Barcelona, Palmad de Mallorca.
- los judíos sevillanos que no perecen asesinados en la matanza, toman el camino de la huida, refugiándose finalmente en la localidad marroquí de Debdou.
- parte de los supervivientes deciden -temiendo por su vida- abjurar de la fe judía y ser bautizados en la fe católica, convirtiéndose en «cristianos nuevos».
Parte de estos neocristianos, en realidad llevaba dos vidas paralelas: en la intimidad de sus hogares, seguían siendo plenamente judios. Estos cripto-judíos forzados -anusím- sobrellevaban como mejor podían el continuo acoso moral del despotismo de los dominicos -la orden inquisitorial de cruenta jurisprudencia inmisericorde.
Así que, agotada la paciencia, la comunidad conversa no tardó en organizar una conjura para acabar con aquella afrenta novedosa e inquisitorial sobre sus vidas.
Al frente de aquella conjura estaba D. Diego Susán, cristiano nuevo que había sido nombrado regidor de la ciudad por la misma reina » por los muchos e buenos e leales serviÇios que me auedes fecho y fasedes cada día».
Lo acompañaban y secundaban, reunidos en la iglesia de San Salvador, además de los más prominentes judíos de Utrera y Carmona, los siguientes sevillanos:
- el sabio Juan Fernández Abulafia, alias el Perfumado, administrador de las aduanas del puerto.
- Juan Alemán, alias Pocasangre, jurado de Sevilla, guarda de la Casa de la Moneda
- Bartolomé de Torralba, consejero municipal de Sevilla
- Gabriel de Zamora
- Benadeva, padre del que fuera canónigo de la catedral hispalense de mismo nombre.
- Cristóbal López Montadura.
- Pero Fernández Cansino, jurado
- Ayllón Perote, “el de las Salinas”.
- Medina “el Barbado.
- Álvaro de Sepúlveda el viejo, padre de Juan de Jerez de Loya
- Pero Ortiz Mallite.
- Pero de Jaén, el Manco, y su hijo Juan de Almonte
- SaúIi, su vecino desde la infancia y cuñado desde que se casara con Miriam, hermana de Diego; fue quien presentó, a Diego Susón, a Sarah Salom, con la que se casaría el regidor en 1461
De esta reunión se llegó a la conclusión de que había que asesinar a quienes no les dejaban vivir.
El cabecilla del complot, como queda dicho, fue Diego Susón. La boda de Sarah y Diego fue, como se dice en Sevilla, de tronío; pero el ruido que causó no fue por truénos sino -así dice la leyenda- por un vendaval que de pronto azotó durante media hora al Alcázar, arrancando cincuenta naranjos de sus huertos y cortando en seco la torre de este importantísimo edificio. El populacho rápidamente interpretó el asunto como signo de mal augurio para la pareja.
Don Diego y su esposa, Sarah, concibieron pronto el fruto de su amor y, antes de un año, Sarah dio a luz una hija. La madre no pudo disfrutar de su crianza porque murió en el parto , a causa de una hermorragia incontenible para el médico de familia, Ruy Pérez. A la niña la llamaron Susana y fue su tía Miriam quien se ocupó de ella, amamantándola con la misma leche con que alimentaba a su propia hija, nacida dos meses antes. Susona creció sana, segura y bien alimentada.
Para 1480, Susana tenía 19 lozanos abriles; de tan bella que era, la llamaban Fermosa Fembra. Parece ser que, además, era ambiciosa -a la sazón era hija única de uno de los hombres más ricos de Sevilla; dicen que Susona usaba sus gracias femeninas para mantener amoríos no con un cualquiera sino con un poderoso caballero cristiano, de la noble familia de los Guzmanes, que podía mantenerla como toda una reina a orillas del Guadalquivir.
La joven era consciente de las andanzas de su padre con la organización del complot anti-inqusitorial; sabedora del peligro que entrañaba la empresa, temía por la vida de su progenitor e incluso por su propio destino. Un día, desesperada, buscando consuelo a su angustia, se lo contó todo a su novio. Este, estupefacto ante la confesión, no dudó: raudo y veloz, fue a denunciarlo al prior del convento de San Pablo, fray Alonso de Hojeda.
Se organizó rápidamente una redada en casa de Diego Susón. Fueron apresados unos veinte conspiradores. Todos fueron ejecutados en la hoguera el 6 de febrero de 1481, según la leyenda, en el barrio sevillano de Tablada, tras el sitio del Real, donde hoy se hace la Feria de Abril.
Susana, consternada por saberse origen del asesinato de su propio padre, defenestrada de la comunidad judía, buscó amparo -cuenta la leyenda- en la Catedral, donde el arcipreste Reginaldo de Toledo, obispo de Tiberíades, la bautiza y la aconseja que se retire durante años a un convento para expiar la culpa; no contenta con esto, Susona ordenó en su testamento que, una vez muerta, su cabeza colgara en el quicio de la puerta de su casa en lo que hoy es el barrio de Santa Cruz, anterior judería hispalense.
Por eso hoy la calle aquella se llama La Calle de la Muerte.
La cebeza de la Susona permaneció allí al menos hasta 1600, año en el que decidieron eliminar tan macacro hecho. En su lugar, hoy hay un azulejo que recuerda la calavera de tan disdichada joven sevillana, y la calle pasó de llamarse Calle de la Muerte para llamarse Calle de la Susona.
Bibliografía:
- Relación histórica de la judería de Sevilla. Establecimiento de la Inquisición en ella, su extinción, y colección de los autos que llamaban de Fe celebrados desde su erección, Sociedad de Bibliófilos Andaluces, Sevilla, 197
- LOS PROGRESOS DE LA INQUISICIÓN EN SEVILLA (1478-1484) Casto Manuel Solera Campos INQUISICIÓN. XV JORNADAS DE HISTORIA EN LLERENA-Llerena, Sociedad Extremeña de Historia, 2014