PARASHHAT HA´SHAVÚA: «DVARIM»

Parashá: «Dvarim» דְּבָרִים, Dichos.  Deuteronomio,  1:1–3:22. Haftará sefardít:  Isaías1:1–27. Darshán, Adi Cangado.


“Memoria perdida, alterada, recobrada.”

Esta semana empezamos la lectura del quinto libro de la Torá, Devarim (“Palabras”), llamado en español Deuteronomio. A diferencia de los cuatro anteriores, el libro de Deuteronomio es una unidad literaria perfecta que se expone como la repetición mosaica, en retrospectiva, de las enseñanzas inspiradas por Dios a lo largo de la travesía por el desierto. El libro se compone de cinco partes: un prólogo o introducción (1:1-5); tres discursos, el Primero (1:6-4:40), el Segundo (4:44 hasta el capítulo 26 inclusive), y el Tercero (capítulos 27 a 30); y un epílogo tejido con el relato de los últimos días de Moisés, un cántico, la bendición al pueblo de Israel, y finalmente la muerte del profeta.

Moshé Rabenu habla al Pueblo, Henri Félix Emmanuel Philippoteaux

En la Parashat Devarim leemos la primera parte del primer discurso. Moisés recuerda al pueblo cómo fueron nombrados dirigentes y jueces en las tribus, para aligerar su carga; el episodio de los doce espías o exploradores; la prohibición de tomar la tierra de Seír y las de Moab y Amón, pues fueron dadas como heredad a los descendientes de Esaú, hermano de Jacob (Israel), y de Lot (sobrino de Abraham) respectivamente; la conquista de Sijón, rey de Jeshbón, a quien Moisés solicitó el paso a través de su reino para cruzar el Jordán, tras lo cual el amorreo les atacó; el ataque y posterior derrota de Og, rey de Bashán; y el reparto entre las tribus de Rubén, Gad y mitad de la de Menashé de las tierras conquistadas a estos dos reyes.

El quinto libro de la Torá fue compilado entre los siglos VIII y VII a.e.c., es decir, cuando el reino de Israel, al norte, había caído a manos de los asirios, y menos de un siglo antes de la destrucción del primer templo de Jerusalem y del exilio en Babilonia (año 586 a.e.c.). Los compiladores no dudaron en añadir glosas o explicaciones, tal vez posteriores a la fuente original (en los versículos 10-12 y 20-23 del capítulo 2 tenemos dos ejemplos). En la primera de estas glosas, explícitamente se dice “tal y como hizo Israel en la tierra que iba a poseer”. Los pueblos conquistan la tierra y expulsan a sus anteriores moradores. Las fronteras y los topónimos antiguos dejan su lugar a los nuevos, ka’asher asá Yisrael le’érets yerusható “tal y como hizo Israel en la tierra que iba a poseer”. Han pasado muchos años, por lo tanto, respecto a los hechos que se relatan en el libro, y con el paso del tiempo los pueblos tienden a perder o alterar la memoria de su pasado.

Lo que más nos sorprende del libro de Deuteronomio es que contiene versiones y relatos distintos de sucesos de los que hemos leído antes en la Torá. Aquí o bien la Torá se contradice a sí misma o bien a nuestro profeta Moisés empieza a pesarle la edad. La mente reconstruye su propia información: la altera. Cada vez que revisitamos un recuerdo, éste ha cambiado. Pasan los años y más nos alejamos de la verdad de nuestro propio pasado. Me centraré en dos ejemplos de alteración que encontramos en la porción de esta semana: el nombramiento de los jueces y el relato de los doce espías.

En Éxodo 18 la Torá nos dibuja a un Moisés agotado, que cada mañana se sienta a resolver los conflictos entre los israelitas y a aclarar las dudas que tienen sobre lo que Dios espera de ellos. Habían recibido la visita de Yitró, suegro de Moisés. Yitró observa a Moisés y le dice que esa carga es muy pesada para él: lo tov ha’davar asher atá osé “no es bueno esto que estás haciendo” (18:17). El suegro le aconseja que designe dirigentes y jueces para las tribus, para repartir la carga, y así el pueblo acuda a Moisés solamente en los asuntos más graves. El nombramiento de jueces prosperó y aligeró la carga del profeta. Pero pasados los años, el anciano Moisés ha olvidado. En el capítulo 1 de Deuteronomio, Moisés cuenta a la segunda generación que la carga se hacía muy pesada para él, de manera que se lo comunicó al pueblo, a quienes propone el nombramiento de dirigentes y de jueces. El pueblo contesta que le parece buena idea: tov ha’davar asher dibarta la’asot “es buena idea lo que has dicho que vas a hacer” (1:14). Pero, ¿no había sido idea de Yitró? ¿Por qué la memoria de Yitró ha sido borrada en el recuerdo de Moisés?

Yitró y Moisés, James Tissot

En el relato que se recoge en el libro de Números (capítulo 13), Dios ordena a Moisés que envíe a la tierra de Canaán a doce exploradores, para que averigüen cómo es la tierra y sus habitantes. Diez de ellos trajeron malas noticias y el pueblo se desanimó. Temieron morir a manos de gigantes y llegaron a soñar que aquella tierra se tragaba a sus habitantes. Dejaron pasar aquella oportunidad y la vida les demostró que también al desierto llegan los gigantes (como Og, rey de Bashán, que les atacó con violencia) y sus arenas también tragan al viajero (como a Kóraj y su pandilla). El fracaso de los doce espías es revisitado por Moisés en su primer discurso, pero al anciano profeta le parece aquí (Deut. 1:22) que aquello no fue precepto de Dios sino idea del pueblo. ¿Acaso no había Dios ordenado la operación? ¿En qué instante el cometido inspirado por Dios se convierte en la idea errada de un pueblo? ¿En qué instante lo divino pasó a ser humano?

Fue tal el celo con el que los compiladores de la Torá juntaron cada parte, que respetaron cada letra mal escrita, cada glosa y también cada contradicción. Dejaron lo divino junto a lo humano, los valores más sublimes inspirados por lo Eterno (como por ejemplo 1:16-17) junto con inaceptables errores y horrores de historia humana (versículos 2:34; 3:3, 6).

¿Por qué el suegro de Moisés desaparece en el nombramiento de los jueces? Porque entre aquel pasado y el instante en el que Moisés habla, los midianitas intentaron que el pueblo de Israel cayese en la idolatría, provocando una guerra entre ambos pueblos. Yitró se había convertido al monoteísmo, pero falló en el deber de transmitir aquellas enseñanzas a sus semejantes, quienes con sus actos borraron el recuerdo de aquel hombre justo en la memoria de Moisés. Cada uno de nuestros actos influye en la percepción que se tiene de nosotros, pero también de nuestro pueblo y de nuestros antepasados. Los errores y los crímenes de una generación arrojan tierra sobre la memoria y sobre el buen nombre de las generaciones anteriores.

En cuanto a los doce exploradores, en retrospectiva Moisés se percata de que lo divino no había inspirado aquella empresa, sino la humana curiosidad. El profeta culpa al pueblo del desastre, al señalar que habían sido ellos los autores de tal idea. Aquí la Torá nos enseña que cada generación percibe a Dios de manera diferente, e incluso cada ser humano a lo largo de su vida. El encargo de espiar la tierra lo había sentido Moisés como inspiración divina, pero en su ancianidad se da cuenta de que estaba equivocado.

Es nuestra misión aprender a buscar lo mejor que nuestra tradición enseña sobre Dios y sobre el ser humano, entre innumerables páginas en las que lo sublime, lo divino, coexiste con lo falible, lo humano, e incluso en la Torá saber diferenciar lo bueno de lo malo, pues tanto lo bueno como lo malo están en ella, pues, como dicen nuestros sabios, puedes darle vueltas y vueltas porque todo está en ella. También debemos ser responsables, pues nuestros aciertos y nuestros errores dibujan el cómo es percibida nuestra herencia, nuestra tradición y nuestro pueblo; no arrojemos tierra sobre la memoria del buen nombre de nuestros antepasados, ni dejemos que las enemistades sobrevenidas borren el buen nombre de los hombres y las mujeres de otros pueblos, o de otras creencias, que han aportado también su granito de arena a nuestra tradición religiosa y cultural.

Es fundamental cuidar la memoria, la personal y la colectiva, con el mismo celo que los compiladores de la Torá, pero también huir de la desmemoria. Cada testimonio, cada detalle, cada letra. La memoria de un pueblo ilumina su camino y alumbra su futuro, pero la desmemoria acechará siempre, como peligro constante, y de esta última no podemos esperar sino desastre y destrucción.

 © Adi Cangado